El Placer de Arruinar
El presidente electo no podía resistir el paso del tiempo antes de dar rienda suelta a sus instintos sádicos. En su patético narcisismo requería asestar un sonoro mazazo en el mismísimo corazón de la República para que en la inmensidad del Valle del Anáhuac y en el resto del país, nadie tuviera duda de su arribo al máximo poder de la nación. El nuevo jefe Máximo experimentaba un extraño placer al dañar a terceros, disfrutaba una sensación de deleite al escuchar los lamentos de dolor de los millones de afectados y gozaba a su máxima expresión la lectura de las notas periodísticas que criticaban sus aberrantes decisiones orientadas a la destrucción de México. Sus risotadas se escuchaban de un lado al otro del Palacio Nacional al comprobar la impotencia social originada en el asalto de los llamados vándalos.
Si le produjo una alegría incontenible
y contagiosa entre los suyos el solo anuncio de una consulta espuria para
cancelar el aeropuerto de Texcoco, más,
mucho más gozó que los “fifís” y “pirruris” criticaran su decisión, antes de
que pronunciara la estúpida letanía constitucional: “y si no que la patria me
lo demande…” La patria, para él, era una palabra hueca sólo útil para arrancar
aplausos al populacho. No le importó la destrucción de la marca México, ni la
pérdida de más de 350 mil millones de pesos al cancelar una central aérea
diseñada para detonar la economía nacional. ¡Cuánta dicha desperdiciar cientos
de miles de millones de pesos en obras faraónicas en un país pobre!
Como si fuera la reencarnación de
Moctezuma II y despreciara a los mexicas derrotados por los españoles, empleaba
su tiempo en atacar y lastimar a los mexicas de nuestros días, de ahí que no se
doliera de la muerte de más de 850,000 compatriotas víctimas de la pandemia ni
del asesinato de 200 mil mexicanos ejecutados impunemente durante su
catastrófico mandato ni de los 60 mil desaparecidos todos ellos buenos para
nada. Que los entierren pronto antes de que empiecen a oler, fue su último
comentario, por cierto, muy festejado entre sus cercanos. Sí, insisto, decía,
en los abrazos y no balazos, porque los narcos nos ayudan a purgar al país de
ineptos, por llamarlos de alguna forma. ¿No es justo que, por aliviar a nuestro
país de incompetentes, esos buenos hombres cobren un derecho de piso e impongan
caciques, alcaldes, gobernadores y legisladores? ¿No…?
¡Cómo se regocijó al extinguir el
Seguro Popular, su propio INSABI, y haber dejado sin servicios médicos y sin
medicamentos a los sectores más vulnerables de la nación! Las quejas y
ridículos lloriqueos de los padres de familia ante la cancelación del Plan
Nacional del Vacunación, de las quimioterapias para pequeñitos enfermos de
cáncer, de las escuelas de tiempo completo y de las estancias infantiles, lo
reconciliaron con la existencia. Si juré mandar al diablo a las instituciones,
entonces, era la hora de acabar con la PROFECO, con la CONAGO, con PROCAMPO,
con el INEE, con el INE, el INEGI, la CRE, el INAI, la Financiera Rural, el
CONEVAL, el FONDEN, además de los fideicomisos públicos, desquiciar la
estabilidad monetaria y la solvencia financiera de México. ¡Claro que, al
diablo con la división de poderes, con los contrapesos políticos, con todos los
organismos autónomos y con las casas calificadoras de crédito! Sí, al diablo
también con Biden o Kumala o como se llame, al igual que con el odioso T-MEC y
las dichosas relaciones bilaterales, salvo que llegue otra vez Trump a la Casa
Blanca, ante quien me volveré a inclinar en el besa manos, aunque insulte a la
nación mexicana con justificados epítetos.
El placer de arruinar llega a extremos
inenarrables cuando logro arrancarles a los mexicanos sus heridas históricas de
modo que éstas jamás cicatricen. Tarde o temprano, habremos de volver a
enfrentarnos con las armas en la mano, posibilidad nada remota si logro demoler
el Poder Judicial sobornando a más políticos de la oposición para jugar en una
cancha sin árbitro y así, resolver otra vez, nuestras diferencias a balazos.
Ningún mexicano debe sobrevivir
después de haber permitido que los españoles extinguieran el colosal imperio
azteca, el depósito de la verdadera mexicanidad. Para lograrlo es menester
acabar con el Estado de Derecho.
PD: Un pasaje extraído de mi próxima
novela: “Se los dije”.